La sangre se le agolpaba en la cabeza. Estaba agachada,
recreando con su cuerpo 45 grados justos entre sus muslos, sus bajos y su
barriga. Parecía que habían cogido un compás, habían pinchado en el punto más
alto de su cadera y, de perfil, lo habían dejado girar con esa una extraña
excitación que invade al imaginar que la semicircunferencia que deseas hacer puede
quedar torcida por un giro del destino.
La sangre agolpándose en su cabeza le provocaba mil y un mares en sus oídos, chocando las olas dentro de sus orejas y sintiendo un sabor
salado en su boca pequeña y entreabierta. La sangre agolpándose en su cabeza en
esa posición orante le provocaba calor, mucha calor; pero sólo en algunas
partes de su cuerpo de pecado. No todo su cuerpo ardía pero sí ciertas partes
púdicas e impúdicas que soltaban llamaradas y llenaban de vapor húmedo todo su
espacio más inmediato.
El calor que sentía comenzaba por sus ojos, casi salidos de
sus cuencas, y continuaba por los mofletes que se descolgaban casi mágicamente
de su cara, bailando igual que cuando, de niño, evitabas el pellizco imaginario
de esa tía que todos hemos tenido y que todos hemos sorteado como cobras. El
calor también aparecía en la comisura de sus labios y los abultaba como cuando
besas mucho sin parar, como cuando comes chile o como cuando te levantas
después de morir y resucitar en tu cama.
Y estaba también en sus hombros cansados y cargados, y en su pecho donde
se había quedado todo lo que siempre quiso decir y medio supo verbalizar.
El calor continuaba por sus brazos, dejando como una isla
perdida los codos que estaban arrecíos por no poder tocarse con nada. Y aunque
sus manos estaban frías en los nudillos, ardían en las huellas dactilares y
almacenaban comunidades enteras de hormigas en convulsión en sus palmas.
Sus rodillas crujían como pequeños palitos secos. No sabía
si del calor que explotaba en ella o qué. Crujían como patas de cangrejo, como
galletas de pan, como la corteza de la lasaña, como las capas de la crema
catalana, como galletas María Oro, como los biscotes, como su corazón aquel
día…ardía y crujía.
Sus pies cosquilleaban dentro de sus zapatillas y sus
calcetines no hacían más que ahorcar lenta y excitantemente sus tobillos,
provocando esa salivación de deseo al saber del placer que produce rascar esa
zona marcada en barra-palito-barra-palito de los bordes de los calcetines.
Sus muslos ejercían una presión ardiente contra el suelo,
pisando la tierra que la parió como si nunca hubiesen conocido la gravedad.
Como si quisieran llegar al inframundo las pierninas de ese cuerpo que, rezando,
llegaba al 1´60.
La sangre se le agolpaba en la cabeza porque trasladar un muerto por el pasillo de su casa era muy pesado. Y era agosto.