jueves, 5 de noviembre de 2015

La sangre


La sangre se le agolpaba en la cabeza. Estaba agachada, recreando con su cuerpo 45 grados justos entre sus muslos, sus bajos y su barriga. Parecía que habían cogido un compás, habían pinchado en el punto más alto de su cadera y, de perfil, lo habían dejado girar con esa una extraña excitación que invade al imaginar que la semicircunferencia que deseas hacer puede quedar torcida por un giro del destino.

La sangre agolpándose en su cabeza le provocaba mil y un mares en sus oídos, chocando las olas dentro de sus orejas y sintiendo un sabor salado en su boca pequeña y entreabierta. La sangre agolpándose en su cabeza en esa posición orante le provocaba calor, mucha calor; pero sólo en algunas partes de su cuerpo de pecado. No todo su cuerpo ardía pero sí ciertas partes púdicas e impúdicas que soltaban llamaradas y llenaban de vapor húmedo todo su espacio más inmediato.

El calor que sentía comenzaba por sus ojos, casi salidos de sus cuencas, y continuaba por los mofletes que se descolgaban casi mágicamente de su cara, bailando igual que cuando, de niño, evitabas el pellizco imaginario de esa tía que todos hemos tenido y que todos hemos sorteado como cobras. El calor también aparecía en la comisura de sus labios y los abultaba como cuando besas mucho sin parar, como cuando comes chile o como cuando te levantas después de morir y resucitar en tu cama.  Y estaba también en sus hombros cansados y cargados, y en su pecho donde se había quedado todo lo que siempre quiso decir y medio supo verbalizar.

El calor continuaba por sus brazos, dejando como una isla perdida los codos que estaban arrecíos por no poder tocarse con nada. Y aunque sus manos estaban frías en los nudillos, ardían en las huellas dactilares y almacenaban comunidades enteras de hormigas en convulsión en sus palmas.

Sus rodillas crujían como pequeños palitos secos. No sabía si del calor que explotaba en ella o qué. Crujían como patas de cangrejo, como galletas de pan, como la corteza de la lasaña, como las capas de la crema catalana, como galletas María Oro, como los biscotes, como su corazón aquel día…ardía y crujía.

Sus pies cosquilleaban dentro de sus zapatillas y sus calcetines no hacían más que ahorcar lenta y excitantemente sus tobillos, provocando esa salivación de deseo al saber del placer que produce rascar esa zona marcada en barra-palito-barra-palito de los bordes de los calcetines.
Sus muslos ejercían una presión ardiente contra el suelo, pisando la tierra que la parió como si nunca hubiesen conocido la gravedad. Como si quisieran llegar al inframundo las pierninas de ese cuerpo que, rezando, llegaba al 1´60.


La sangre se le agolpaba en la cabeza porque trasladar un muerto por el pasillo de su casa era muy pesado. Y era agosto.

martes, 20 de octubre de 2015

Lluvia a lo Barber

Instrucciones de lectura: mientras lees el texto, debes escuchar lo siguiente:
https://www.youtube.com/watch?v=izQsgE0L450


Llovía como no había llovido nunca. Las calles eran canales que ni la Venecia más soñadora podía haber imaginado. Las calles eran ríos que ni el Amazonas más nostálgico podía haber dibujado. Las calles eran miles de Guadianas que aparecían y desparecían por las esquinas, por las aceras y los alcantarillados.

La gente que existía entre los adoquines se había convertido, por obra y gracia de la ciclogénesis explosiva, en árboles que se mecían entre las paredes de los edificios. En árboles que se doblaban como bailarines del ballet ruso, sorteándose como quien busca no ser tocado mientras bailaban minuetos y boqueaban como peces sacados del agua que caía. Los paraguas que portaban parecían prolongaciones enraizadas de brazos sin abrazos que deseaban volar con anhelos de helio.

Y ella estaba allí, en una ciudad desconocida, cerca de un puente que se le antojaba conocido, con una sensación demasiado cotidiana para sus costados lozanos. Caminaba tambaleando su cuerpo de pecado bajo las ropas que olían a un detergente que su piel rechazaba con amorodio. Caminaba con sus bajos tambaleándose porque sabía que nunca más iba a volver de donde venía. Caminaba desasosegadamente porque no tenía ni idea de a dónde iba a terminar de caminar. Caminaba porque no podía hacer otra que no fuese juntar un pie tras de otro para que, en esa fricción, sus lágrimas se quedaran dentro de sus ojos abiertos. Caminaba sin pisar las juntas de las baldosas traicioneras que escupían agua a su paso del 37. Caminaba con la respiración entrecortada por tantos sentimientos agolpándose como dados en un cubilete estampado sobre el manto de terciopelo de su diafragma. Caminaba echando a suerte si meter una mano u otra en los bolsillos, rezando con la boquita cerrá por encontrar algo que no sabía bien qué pero que deseaba, cruzando sus dedos rematados en guirnaldas rojas lacadas para que llegase sin previo aviso. Caminaba sintiendo el golpetear de su bolso lleno de recuerdos en sus caderas acaloradas. Caminaba tragando su saliva caliente, espesa y metálica por la tristeza. Caminaba formando parte de un paisaje desconocido pero rutinario. Caminaba intentando descifrar el código morse de las gotas al caer sobre los árboles que la envolvían.

Caminaba mientras llovía…fuera y dentro de ella.


Caminaba cuando, de pronto, salió el sol y dejó de llover…sin darse cuenta, como cuando deja de nevar y los árboles vuelven a reverdecer. Como su caminar, que dolía pero reverdecía. 

lunes, 14 de septiembre de 2015

Petra


- ¡Encarna, que vienen a por la Petra!

-¿Cómo?

-¡Que la Guardia Civil viene a por tu hija, Encarna!

Y de pronto el zumbido de doscientos abejorros se instaló entre sus oídos y su cerebro. Su corazón se paró y al instante volvió a latir con tanta fuerza que se llevó la mano al pecho pensado que se saldría de él, como el piececino de su Petra cuando la llevaba en el vientre.
La gente no la creía cuando decía que, alguna vez, había podido entrever el talón y los dedos de su muchacha por debajo de su piel cuando daba patadas. Nadie la creía y todos la miraban con esa especie de compasión de beata que tanto odiaba. Pero ella lo había visto con sus ojos. Esa niña tenía fuerza e ímpetu. Esa niña había salido a su padre. En sus ojos, en su pelo y en su mirá.

Ay, la su Petra.

Pero, de golpe, volvió de nuevo a la realidad y, en la penumbra que dan las 4 de la tarde en la siesta en esa casa, sintió miles de agujas en sus gemelos. Sintió doblárseles los corvejones y, como quien palpa a tientas la pared para no hocicar en la penumbra, agarró la silla y curvó su cuerpo buscando el equilibrio que había perdido con esa voz en eco que aún resonaba por detrás de su piel y que bajaba a la altura del diafragama: "que vienen a por la Petra".
Su Petra era una muchacha muy risueña, muy alegre y muy sensata. No era mucho de enamorarse porque no era de esas que se las lleva el arrebato y se lanzan a vivir el amor con el primero que les dice algo bonito. No, la su Petra no era así. La su Petra se pensaba mucho las cosas, siempre estaba dándole vueltas a todo y a todos. A la su Petra ya le habían engañado alguna vez y, aunque parecía muy confiada, tenía mucho recelo de entregarse así como así y por eso, cuando después de muchas preguntas y miradas de reojo, le soltó que había conocido a alguien, se estremeció porque, como madre, sabía que su hija se había enamorado de verdad y que no iba a ser de un pardal cualquiera del pueblo. Porque la su Petra no era fácil y los mozos de allí estaban como alelaos pero… ¡Ay del que se la llevara!, iba a encontrarse con una mujer hecha y derecha, iba a encontrarse con… ¿cómo decía el pobre del su Paco?...sí, iba a encontrarse con una compañera para todo.

¡Ay, diosanto!

Y de pronto recordó el grito en el cielo que dio cuando ese dia le dijo que era de uno de esos de la sierra. ¿Para qué la mandaría a lavar a la charca?, ¿por qué no fue ella al lavadero?, ¡A su hija no, por favor!. Allí conoció a ese muchacho forastero que estaba con los huidos. Y allí empezó el tormento de su chiquilla, los nervios, las risas que se le escapaban mientras pelaba las patatas, las idas y venidas que le traían ojeras en sus ojinos pero que la ponían bien guapa. Las dudas, el mirar por la ventana, los peinados nuevos que se hacía, las ganas de hacerse aquella foto con las muchachas de la escuela…

Ay, la su Petra.

Cómo se acordaba de esa noche en la que Petra tuvo que irse a Plasencia para coger el coche a Madrid. Iba tiritando, temblando como un perrino chico y con las pocas perras que tenían escondidas en el morral. Y ella abrazada a su hija para darle calor, para darle consuelo pero, sobre todo, para convencerla y convencerse de que era la única solución para que viviera. Ya se habían llevado a su marido hacía unos años y con su hija no iban a hacer lo mismo.
Después de aquella noche, de los abrazos y de sentir un quemón frio en el pecho que aún le duraba, no sabía nada de su hija, no sabía dónde estaba, ni con quién, ni si había llegado a Madrid, ni si tenía frio, si tenía hambre, si alguien la cuidaba, si estaba sola, si estaba bien, si la iba a volver a ver, si la habían cogido, si le habían molido, si estaba…no, ¡eso lo hubiera sentío porque era la su Petra!

Ay, la su Petra.

Ojala se la llevaran a ella y dejaran en paz a la su Petra. La echaba tanto de menos que le dolía hasta pasar por la cama suya, le dolía echar sólo un puñao de arroz y no tres, como cuando estaba ella porque le encantaba el arroz, como a su padre...Le dolía hasta despertarse y saber que no tenía que moler el café de la portuguesa porque sólo Petra lo bebía; le dolía no hablar con ella, no escucharla en silencio, no poder abrazarla y besarla y reñirla. Le dolía no tener a su hija al lado, le dolía no tener a su marido al lado, le dolía que, de golpe, toda su vida se había desmoronado y la más infinita tristeza y el más absoluto miedo se habían metido en su cuerpo como el borbotar de las palomas: continuo y constante. Le dolía la su Petra y el su Paco. Le dolía la injusticia, le dolía porque no entendía nada, porque no sabía porqué era malo ser de la Casa del Pueblo, saber leer, pensar diferente, ser justo, ser pobre. Le dolía porque esos hijos de puta le habían quitado todo. Le dolía ya no tener a nadie al que llamar “su”.

¡Ay, la su Petra!


P.D.: Se llamaba Petra y su foto fue encontrada por una patrulla de la Guardia Civil, y fuerzas paramilitares de falangistas seguramente, después de un enfrentamiento con una partida de guerrilleros “en el límite de Cáceres y Badajoz, en su confluencia con Toledo y Ciudad Real”. El llamado “Relámpago” la llevaba en su libreta cuando, en el ataque, se le cayó. El Gobernador Civil de Cáceres mandó una orden de búsqueda y captura contra ella en 1944, estimando que podría ser enlace de maquis. Fuente: Archivo Histórico Provincial de Cáceres, Fondo Interior, Gobierno Civil, Expedientes Confinados y Deportados (2.893:1).

miércoles, 15 de julio de 2015

Calorina



Calor.

Calor por el sol.

Calor por las mediodías de gazpacho y picadillo de tomate.

Calor por las calles asfaltadas, saltando para no pisar las rayas del acerado y para buscar las benditas sombras de los árboles.

Calor por arrastrarme entre tormentas de verano.

Calor por las fachadas acaloradas y coloreadas.

Calor por y al picar tu timbre, en todos los sentidos.

Calor porque te aproximas y mis bajos se humedecen.

Calor porque te imagino fregando los platos y yo aproximándome por detrás.

Calor porque el martes quiero abrazarte.

Calor porque entro en combustión espontánea cada vez que me rozas.

Calor porque no sé si es tu mirar o mi sentir.

Calor porque rezo con la boquita cerrá para no caer.

Calor porque confío y no sé cómo.

Calor porque no sé qué quieres.

Calor por los pitillos mal apagados y los polos de hielo.

Calor porque tengo la piel demasiado blanca.

Calor porque duermo con la ventana abierta.

Calor porque no tengo aire acondicionado.

Calor porque mis muslos se rozan al andar.

Calor porque huele la calle a verano y a tortilla francesa.

Calor por el patio “envergelado” y el riego nocturno.

Calor por la noche.

Calor.


jueves, 11 de junio de 2015




Todas las tardes se sienta en ese banco.

Todas las tardes se fuma un cigarro a lo Humphrey Bogart.

Todas las tardes ata al perrino en la pata del banco y éste se tumba como gato persa que no es.

Todas las tardes se echa para atrás apoyando el brazo izquierdo sobre el respaldo. Su gesto es rutinario y casi mecánico y parece que busca extrañamente el espacio y el cuerpo de alguien. Su mano queda colgante cual casa cuencana buscando el hombro de laqueyanoestá. El peso que acompaña el gesto está medido y deja que se airee el costado izquierdo que está colmado de ostias, abrazos y años.

Todas las tardes oscila su cuerpo curtío y se balancea como quien se quiere dormir y no puede, como quien se sabe cansado y se deja llevar por esa modorrera que producen el hartazgo y desasosiego que tenemos desde que sale barba, viene la regla y somos capaces de recordar cuándo hacemos bien o mal. Acompasa su cuerpo y se mueve asintiendo con él como quien se adapta al hecho de que para los problemas enquistados no habrá soluciones. No las habrá porque está tan cansado que ni las busca en las alacenas ni en los cajones de la mesilla de Merkamueble.

Todas las tardes se queda mirando el maizal de enfrente o los coches que pasan con los ojos medio cerrainos. Sumergido en esa especie de levitación en la que entras cuando el desasosiego peliculero de tus problemas te acoge en su pecho y te dejas llevar por el latido-metrónomo de su corazón. Por cobardía, por desesperanza, porque es la hora de la siesta y por osmosis tienes la misma temperatura que en las calles de tu pueblo en verano, por lo que sea…te dejas llevar por los problemas porque ya no tienes edad para pedirle a tu santamadre que te dé las soluciones. Sin embargo, tienes las mismas jodidas ganas de llorar y repetir “porqué, porqué, porqué a mi” que cuando tenías 10 años.

Todas las tardes se promete que “ya está bien, hombre”, que no se puede poner “mohíno como un perrino chico destetado”. Entonces, se acuerda de su pasado, de sus recuerdos, de los buenos, de su mujer, de las otras, de sus amores, de sus sexos, de sus chatos, de los chistes, de las caídas, de sus hijos y el orgullo de tenerlos y criarlos, de los viajes a la estación de “la Renfe” para que vieran los trenes y los vencejos, de “un seis y un cuatro: la cara de tu retrato”, de los “abueloooo” con cadencia de sus nietos, de las tardes de septiembre, de las tormentas de verano, de las patatas revueltas, de los Reyes Magos y los regalos, de su boda, de su padre, de su benditamadre, de su hermana la chica, de su amigo Doroteo, de las “pastillas para la circulación y el jodio hígado”, de “la tortilla francesa y melón” de las cenas de 1949 cuando vinieron sus primos, de los abrazos, de los achuchones, de los jadeos, de los besos hormonados…

Todas las tardes, la bicicleta, la única que acaricia sus bajos desde hace lustros, le toma las medidas de su sombra y le lleva y le trae desde su casa hasta su banco. Es la única que le sostiene con sus radios oxidados, la única que se ha convertido, por obra y gracia de la crisis y sus cataratas, en su fiel, dulce y blanquino Platero.

Todas las tardes se sienta en ese banco y ve la vida pasar durante 2 horas. Todas las tardes se levanta hincando las manos en sus rodillas, como un luchador de sumo de las Vegas Bajas; desata a su perro y lo sube a la caja de tomates que tiene incrustada en la bicicleta juanramoniana. Todas las tardes se mete los bajos de los pantalones por sus calcetines de hilo, posa sus bajos sobre la “rieju de los pobres” y emprende camino a su casa…


Todas las tardes yo miro por la ventana al maizal y a él.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Coltrane y Hartman

Siempre que escucho a John Coltrane, y más si es con Johnny Hartman, me enamoro...da igual de quién o de qué, porque me enamoro .
Y entonces quieres estar con ese muchacho e, idealizándolo por supuesto y como no; que en un arrebato haya puesto esa canción. 
O quieres estar en el sofá acostada a su vera y que él se incorpore, te bese y vuelva a su posición inicial-fetal junto a tu costado.
O quieres que te deje acostada, se levante, haga café, traiga las tazas y se meta de nuevo en la cama a beber contigo.
O quieres que, por la calle, andando uno junto al otro como dos rayas en la carretera, saque su mano del chambergo y te la pase por la cabeza sólo para tocar tu pelo. 
O quieres que, caminando,  le metas la mano en el bolsillo de su abrigo y la tome suave y sin soltar.
O quieres que, a eso de la una del mediodía, se vista, te deje en el salón, baje a la calle, compre comida, suba silbando o frenando-chirriando las zapatillas en las escaleras, abra y te muestre las bolsa de comida para una semana y diga: "hay que comer y a ti te voy a cebar".
O quieres que ponga mil películas malas a rabiar que lleven por título "nosequé MORTAL" y quedaros en el sofá dos tardes enteras, con carcajadas alrededor.
O quieres que os mireis, corrais a la cocina, os hagais unos gintonics y, mientras os haceis mil pitis, jugueis a "dueloamuerte" con videos en youtube.
O quieres que, antes del gintonics de mediatarde de sábado, te bese, te muerda, te expire, te abrace, te excite y te lleve a la cama para follarte y hacerte el amor a la vez. La luz da igual si encendida o apagada.
O quieres que, los dos en la cama, desnudos, os quedeis dormidos y simplemente agarrados de la mano, para una hora más tarde despertar y comenzar de nuevo.
O quieres que, antes de dormir, se acurruque a la altura de tu cuello, lo bese y comience a respirar pausado por el sueño.
O quieres que no se acabe nunca el disco de Coltrane y Hartman...que es lo que suele pasar.





martes, 21 de enero de 2014

Convertida por obra y gracia de ti

Creas dependencia...y si no lo sabes, ya te lo digo yo.
Me conviertes en un extraño anciano con síndrome de Diógenes que acumula histéricamente nuestros recuerdos, conversaciones, silencios, respiraciones, suspiros, besos, jadeos, paseos, miradas, caricias, penetraciones, abrazos, palpitaciones, sensaciones, manos agarradas, piernas cruzadas...
Me conviertes en una jodida yonki que busca cada minuto que pienses en mí igual o más que como yo lo hago con tu silueta grapada en mi pupila en cada segundo.
Me conviertes en alguien que depende de tu ánimo para estar bien...sabiendo que eso no debe ser así pero mandando a la mierda al subconsciente ajeno porque es prácticamente imposible no ligarse a alguien cuando se le quiere.
Me conviertes en una hermana Izquierdo que anhela de forma brutalmente pueril que no te enfríes, que no decaigas y que me quieras hoy y mañana y cuando haga buen tiempo.
Me conviertes en una Oda Mae acojonada por predecir que venga una extraña calma silenciosa que se imponga entre nosotros y sea el inicio de que todo se va a la mierda y que por miedos o circunstancias a lo Delibes acabe con todo.

Me conviertes en algo que se enamora y me da pavor...pero no me queda más remedio que caer en este aletargamiento y dejarme llevar por las olas de un mar interior...